Anualmente, más de un millón y medio de personas mueren de forma violenta en el mundo. Es decir, esta cantidad escalofriante de seres humanos muere a manos de otros seres humanos, o por sus propias manos, porque también incluimos a los suicidios.
Esto permite decir claramente que vivimos en una sociedad violenta, violencia que se manifiesta de distintas formas. Sea física, cuyo final más dramático es la cifra mencionada antes, como también bajo otras formas como la psicológica, la sexual, la social, etc.
La violencia está presente en muchos lugares, casi diríamos que en la vida cotidiana convivimos con ella: en la familia, en la pareja, en la calle, en el deporte, en los medios de comunicación, en el trabajo, en la escuela, en las disputas religiosas, en la relación entre grupos humanos diferentes, entre países, en los juegos infantiles, etc.
Sería muy difícil explicar las causas, seguramente variadas y complejas, pero la mayoría tienen que ver con las pasiones humanas, los miedos, las ambiciones, las envidias, el poder, etc., es decir, todo aquello que es fruto de la fragilidad del ser humano, de sus debilidades, de su incapacidad de dialogar, de ser incapaz de llegar a acuerdos sin la existencia de derrotados, de su imposibilidad de asumir pérdidas, de su obligación de ganar, de ser más que el otro, de su necesidad de poseer sin importar los medios, de no poder aceptar que hay otras verdades, y de una serie innumerable de consecuencias, todas ellas fruto de su inseguridad.
La mayoría de estos motivos pertenecen a lo que podríamos llamar el mundo de los seres humanos denominados “normales” aunque también, en mayor o menor medida, al de todos los demás.
Entretanto, históricamente, la sociedad tiende a explicar la violencia como consecuencia de la sinrazón. Y es cierto que la violencia no tiene razón que la explique, no responde a lo razonable que un ser humano ejerza la violencia de forma extrema, sea del tipo que fuere, contra otro ser humano.
Pero cosa muy distinta es asociar esta sinrazón a la enfermedad mental.
En el lenguaje coloquial solemos usar, con frecuencia, palabras como locura, esquizofrenia, enfermedad mental, trastornado y un largo etcétera para explicar una conducta violenta a la que no sabemos hallar respuesta posible, que no podemos entender o que necesitamos mantener fuera de la normalidad cotidiana, de nuestro día a día.
Los medios de comunicación también las utilizan corrientemente: “enfermo mental ataca a un familiar”, por ejemplo. Raramente leemos u oímos que otro tipo de enfermos, como un cardiópata o un ulceroso, ataca a un familiar, aunque seguramente hay bastantes más ulcerosos o cardiópatas, por decir dos enfermedades cualesquiera, que atacan a sus familiares y que no son enfermos mentales. Simplemente por una cuestión cuantitativa: hay muchos más ulcerosos y cardiópatas que enfermos mentales graves.
Estadísticamente hablando, los actos de violencia cometidos por enfermos mentales son inferiores a los cometidos por la población general, por cualquiera de las personas llamadas “normales”. Pero el mito de la violencia en el enfermo mental está muy arraigado y constituye uno de los mitos que la enfermedad mental padece. La enfermedad mental está estigmatizada, se le tiene unos prejuicios muy profundos, y este estigma provoca la marginación y el aislamiento del enfermo.
Cuando tendría que ser todo lo contrario: el enfermo mental necesita, para su tratamiento y para mejorar su calidad de vida, el poder integrarse en la sociedad como un ciudadano más. Esta es una condición indispensable para poder mejorar y superar las dificultades que la enfermedad mental le causa.
Combatir el estigma entendiendo que la violencia no es algo propio de la enfermedad mental y que un enfermo mental puede realizar una vida normalizada en la comunidad, es algo que depende de los pequeños gestos cotidianos de cada uno de nosotros, en la convivencia diaria, en el ámbito de las familias, de las Administraciones y en el de las asociaciones ciudadanas.
En todos los espacios de la comunidad se debería hacer un esfuerzo de normalización de la convivencia, y de aceptación de ciertas diferencias o discapacidades que, por ejemplo, el enfermo mental presenta, como varios otros colectivos de personas con algunas dificultades y que la sociedad les es más tolerante.
Aprender con las diferencias, enriquecernos con las diferencias. Éste debería ser nuestro objetivo.
Esto es lo que los enfermos mentales necesitan para recuperar su dignidad.
Dr. Guillem Homet Mir