La reclusión y exclusión fueron la manera de tratar el tema de la enfermedad mental y de todo lo que suponía una conducta marginal, asocial y fuera de los cánones de lo que se consideraba "normal". Grandes instituciones fueron levantadas para lograr este cometido. En esta tesitura, en diferentes épocas de los últimos dos o tres siglos, podían compartir espacio con los indigentes, prostitutas, delincuentes, etc.
Estas instituciones, a menudo de grandes dimensiones aptas para un gran número de personas, la mayoría de las cuales eran ingresadas de por vida fueron progresivamente especializándose en colectivos como personas con retraso mental, con enfermedad mental, huérfanos, indigentes, etc.
Estas grandes instituciones propiciaron el surgimiento de movimientos e iniciativas que trataban de dar un contenido humano, rescatando, de diferente manera, a la persona que la institución borraba.
De estas grandes instituciones, afortunadamente en crisis a partir de la mitad del siglo XX, quedan los esqueletos como testigo vivo y vil del rechazo que la diferencia causaba en el seres humanos y que, bajo otras formas, persiste aún en nuestros días. Es lo que llamamos el estigma que representa una dificultad para la inclusión social del enfermo mental.
El enfermo mental ya no se excluye detrás de muros y edificaciones inalcanzables pero hay como unas barreras intangibles que dificultan la incorporación del enfermo mental en un trabajo normalizado, en una convivencia en el día a día normalizada y en un trato igual.
Esperamos que en un futuro no muy lejano, el testimonio de estas barreras intangibles sea una cosa del pasado, como los restos de estas instituciones